lunes, 28 de septiembre de 2015

El hada

Una vez conocí a un hada. Hacía ya mucho tiempo que el color se había fugado de su cuerpo, dejando atrás tan solo un rastro de pecas y un pelo completamente negro. Si alguna vez se hubiese estado quieta hubiese parecido un pincel.

La primera vez que hablé con ella fui incapaz de entender nada de lo que me decía, a pesar de que reconocía los sonidos que salían de su garganta (una sensación similar a cuando uno intenta leer y los ojos avanzan dejando la mente en el párrafo anterior). No pareció que la distancia entre nuestras naturalezas le supusiese ningún problema, así que decidimos dar un paseo. Nuestra protagonista parecía aborrecer todo cuanto la rodeaba. Yo, como os he dicho, no era capaz de comunicarme adecuadamente con ella, no obstante, tenía otras vías para entenderla. A veces, por ejemplo, se dirigía a un paisaje nublado, a una península con una forma incorrecta o a una casa en obras, y entonces las palabras borbotaban en su boca y teñían el aire de un olor dulzón y acre, como de fruta podrida... Ella, tenéis que comprender, lo comparaba todo con el lugar del que procedía, el cual decidiría visitar al poco tiempo.

Me embarqué sin equipaje y pensé varias veces que me había equivocado de dirección, al ver que los otros pasajeros no parecían en absoluto entusiasmados por la aventura. Al llegar me percaté de que no había una gran diferencia entre su reino y el de los hombres. Sin embargo, cuando ella miraba al mar, a una concha de forma peculiar o a un edificio vetusto, algo de color abandonaba su pelo, posándose en todas esas cosas que le agradaban. Una hebra se volvía entonces blanca en su melena y, pensando que era una cana, se apresuraba a arrancarla. En el viaje de vuelta reflexioné sobre lo que había presenciado. Su magia no trastocaba la realidad, pero era capaz de dibujar la impresión que yo tenía de la misma.

Seguimos dando paseos durante semanas, alternando entre su mundo y el mío. Sus palabras tenían cierta musicalidad que yo no era capaz de sentir, e intentaba en vano descifrar. Intuía ya que nuestra incomprensión tenía su origen en la diferencia entre nuestros seres. El lenguaje tiende a ser un mal medio para la interacción entre realidades distantes y, bueno, ella era un hada y yo un hombre.

El último día que la vi nos dedicamos a dejar nuestros monólogos en el aire, sabiendo que el otro no comprendería nada de lo que decíamos, pasándolo bien a pesar de ello. A veces su risa inundaba la calle y yo flotaba en ella y, en otras ocasiones, uno de los dos se enfadaba, normalmente fruto de nuestra incapacidad comunicativa. Empecé a hablar, sin darle especial importancia, de la lejanía de nuestras especies y de lo raro que era que dos individuos de nuestras características se hubieran juntado. Ella paró en seco. Había entendido lo que yo acababa de decir. Se limitó a darme la razón (lo cual también supe entender) y continuamos con nuestro recorrido. Muchas veces antes habíamos estado un rato sin conversar, momentos que yo dedicaba a disfrutar de la paz con la que el sol parecía iluminarnos. Esta vez fue diferente: un vacío se apoderó de nuestros alrededores. Aisló su risa, sus olores, sus colores, aisló incluso la calma que yo mismo buscaba en otros silencios. Desapareció y apenas me enteré de que se había marchado.


Una vez conocí a un hada. Aunque ya no me visita, de cuando en cuando un cromatismo en una canción, la forma retorcida de un árbol o el olor de la espuma de las olas llaman mi atención. Me giro, la busco y nunca la encuentro. El viento se lleva entonces un pelo albino que había caído al suelo.