Una vez conocí a un
hada. Hacía ya mucho tiempo que el color se había fugado de su
cuerpo, dejando atrás tan solo un rastro de pecas y un pelo
completamente negro. Si alguna vez se hubiese estado quieta hubiese
parecido un pincel.
La primera vez que hablé
con ella fui incapaz de entender nada de lo que me decía, a pesar de
que reconocía los sonidos que salían de su garganta (una sensación
similar a cuando uno intenta leer y los ojos avanzan dejando la mente
en el párrafo anterior). No pareció que la distancia entre nuestras
naturalezas le supusiese ningún problema, así que decidimos dar un
paseo. Nuestra protagonista parecía aborrecer todo cuanto la
rodeaba. Yo, como os he dicho, no era capaz de comunicarme
adecuadamente con ella, no obstante, tenía otras vías para
entenderla. A veces, por ejemplo, se dirigía a un paisaje nublado, a
una península con una forma incorrecta o a una casa en obras, y
entonces las palabras borbotaban en su boca y teñían el aire de un
olor dulzón y acre, como de fruta podrida... Ella, tenéis que
comprender, lo comparaba todo con el lugar del que procedía, el cual
decidiría visitar al poco tiempo.
Me embarqué sin
equipaje y pensé varias veces que me había equivocado de dirección,
al ver que los otros pasajeros no parecían en absoluto entusiasmados
por la aventura. Al llegar me percaté de que no había una gran
diferencia entre su reino y el de los hombres. Sin embargo, cuando
ella miraba al mar, a una concha de forma peculiar o a un edificio
vetusto, algo de color abandonaba su pelo, posándose en todas esas
cosas que le agradaban. Una hebra se volvía entonces blanca en su
melena y, pensando que era una cana, se apresuraba a arrancarla. En
el viaje de vuelta reflexioné sobre lo que había presenciado. Su
magia no trastocaba la realidad, pero era capaz de dibujar la
impresión que yo tenía de la misma.
Seguimos dando paseos
durante semanas, alternando entre su mundo y el mío. Sus palabras
tenían cierta musicalidad que yo no era capaz de sentir, e intentaba
en vano descifrar. Intuía ya que nuestra incomprensión tenía su
origen en la diferencia entre nuestros seres. El lenguaje tiende a
ser un mal medio para la interacción entre realidades distantes y,
bueno, ella era un hada y yo un hombre.
El último día que la
vi nos dedicamos a dejar nuestros monólogos en el aire, sabiendo que
el otro no comprendería nada de lo que decíamos, pasándolo bien a
pesar de ello. A veces su risa inundaba la calle y yo flotaba en ella
y, en otras ocasiones, uno de los dos se enfadaba, normalmente fruto
de nuestra incapacidad comunicativa. Empecé a hablar, sin darle
especial importancia, de la lejanía de nuestras especies y de lo
raro que era que dos individuos de nuestras características se
hubieran juntado. Ella paró en seco. Había entendido lo que yo
acababa de decir. Se limitó a darme la razón (lo cual también supe
entender) y continuamos con nuestro recorrido. Muchas veces antes
habíamos estado un rato sin conversar, momentos que yo dedicaba a
disfrutar de la paz con la que el sol parecía iluminarnos. Esta vez
fue diferente: un vacío se apoderó de nuestros alrededores. Aisló
su risa, sus olores, sus colores, aisló incluso la calma que yo
mismo buscaba en otros silencios. Desapareció y apenas me enteré de
que se había marchado.
Una vez conocí a un
hada. Aunque ya no me visita, de cuando en cuando un cromatismo en
una canción, la forma retorcida de un árbol o el olor de la espuma
de las olas llaman mi atención. Me giro, la busco y nunca la
encuentro. El viento se lleva entonces un pelo albino que había
caído al suelo.